Club de Jazz 25/03/2024
Adrián Royo

Artículos, entrevistas, opinión...

La escucha, una heroicidad contemporánea
por Carlos Pérez Cruz

La escucha, una heroicidad contemporánea
El 7 de marzo de 2015 le envié al trompetista Peter Evans un mensaje de 'WhatsApp'. Dos años y una semana después, no consta que lo haya recibido. En algún momento entre medias, tuve la oportunidad de mostrarle en persona aquello que le había enviado a través de esa aplicación, y le hizo reír. Fue durante una conversación en persona, por lo que no interrumpí nada que estuviera haciendo.

Fue Agustí Fernández quien me contó que Peter no tiene internet en su domicilio de Nueva York, que cuando quiere consultar su correo o realizar cualquier gestión en la red, acude a un bar próximo que ofrece wifi. Algo que hoy nos puede resultar tan esotérico, resulta de una lógica aplastante. Si lo que Peter quiere es tiempo de estudio y de concentración, nada más lógico que mantener la red bajo control, antes de que ésta te atrape en ella. Es cuestión de prioridades. No es así en todos los casos, pero muchos de los mejores músicos que conozco no son los que más rápidamente te responderán a un mail o a un mensaje a través de alguna de las innumerables aplicaciones para teléfono móvil.

Desde el momento en que se comienza a debatir socialmente sobre la posible adicción a los teléfonos móviles, no creo que sea necesario que me explaye en explicar cómo éstos, a partir de su conexión a la red de internet, han capturado nuestra atención de manera preocupante. Todos, en uno u otro momento, nos hemos visto como zombies caminando sin mirar por la calle, cuando no directamente hemos cometido la grosería de ausentarnos durante una conversación presencial. Nuestra capacidad de focalizar la atención en una única actividad, parece en serio riesgo de extinción. Dejar que el aburrimiento haga su trabajo reparador, una entelequia.

Hoy la dispersión es general. Los hombres decíamos admirar a las mujeres, "capaces de hacer dos o más cosas a la vez". En eso parece que sí hemos llegado a la paridad: ya somos capaces de realizar múltiples tareas simultáneas. Eso sí, lo excepcional es que alguna de ellas obtenga resultados impecables. Mejor o peor, todos ganamos en ansiedad, y algunos empezamos a preguntarnos si merece la pena pagar el precio de la constante y frenética actividad y estímulos a los que nos hemos sometido como voluntarias coballas de laboratorio. Que se hable de "desintoxicación" cuando nos referimos a redes sociales, teléfonos móviles, tabletas y otros artefactos, tiene su aquel.

Se me ha dicho en numerosas ocasiones que el programa que hago es muy largo para los tiempos que corren. Claro, entiendo que hora y media o dos horas parecen hoy un botín que ya quisieran para sí los argonautas. Lo siento, hay cosas en la vida que requieren su tiempo y es uno quien tiene que preguntarse con sinceridad a qué le compensa dárselo. Si el programa contiene una entrevista, me gusta que el invitado disponga del tiempo suficiente para explicarse, que el oyente pueda llegar a discernir qué hay detrás de su música y de esa personalidad y que se genere un ambiente de intimidad que facilite tanto la escucha como la conversación. Ya sólo con la música, y tratándose éste de un programa dedicado al jazz y músicas improvisadas, difícilmente se puede condensar en píldoras lo que no es música de duración pop. La píldora, en todo caso, debería ser un caramelito que removiera los jugos gástricos de la curiosidad. Hoy casi todo se queda en la píldora, en el tuit, en el vídeo de máximo un minuto. No da más de sí nuestra capacidad de concentración.

Resulta imposible entrar de lleno en el clima de una película si quien está a nuestro lado nos hace conscientes de su presencia (si enciende la luz de su móvil, ni te cuento); resulta imposible llegar a captar todos los matices de un documental o de un programa informativo si nos dedicamos de forma simultánea a comentar en redes lo que estamos viendo (desde que empecé a concentrarme en ver 'Salvados' y, después de emitido, a curiosear en los comentarios, mi disfrute del programa fue incomparablemente mayor); resulta literalmente imposible gozar de la música si ésta no es más que uno más de los muchos estímulos a los que prestamos nuestra atención. Me refiero a la gran música, a la que no está concebida como mero pasatiempo para acompañar cualquier otra actividad. La gran ignorada de nuestro tiempo.

Un grupito que asistía por primera vez a un concierto de jazz y/o improvisación, se pasó el tiempo que duró haciéndose comentarios sobre la gesticulación de los músicos y sobre otras cuestiones que, supongo, eran de vital importancia. Dado que la música estaba pensada para su escucha, y no para el acompañamiento, intuyo que perdieron una ocasión maravillosa de dejarse llevar por el viaje que proponía la música para, primero vivirlo, después valorarlo (y no para, como hicieron, ejercitar el "análisis" de manera simultánea). En su día, afear la conversación (y, por lo tanto, la injerencia en la concentración ajena) se veía como algo razonable. Hoy te convierte en un extraño eremita con una extraña adicción a la concentración.

Lo sé, puede resultar extraño en estos tiempos, pero hay música para escuchar. Me contaba una conocida que intentó escuchar el programa que dediqué a The blue shroud, bellísimo trabajo del contrabajista Barry Guy. No pudo, le entraron ganas de arrojar los objetos de la cocina. Claro, estaba en la cocina. Y no es que la utilice de auditorio sino que la estaba utilizando para los fines para los que uno tiene una cocina: cocinar. En sus mismas circunstancias es probable que yo me hubiera arrojado por la ventana. Supongo que una coplilla o el último hit de Bisbal se cantan bien mientras se trocea la cebolla, pero no suelen ser músicas que tengan como fin su escucha, quizá su consumo. Y de veras que lo siento, pero hay músicos empeñados en crear para ser escuchados. Quizá la irascibilidad que despiertan cuando se los oye es su particular púa de puercoespín, ondas sonoras especialmente punzantes y afiladas que les defienden de oídos perezosos y personas ansiosas.

Mucho se ha hablado en España en estos últimos años de la incidencia del 21% de IVA en "productos" culturales, pero me temo que en muchos casos la caída de asistencia a conciertos de música (para ser escuchada) guarda más relación con nuestra incapacidad para la concentración que con cuestiones monetarias. Mientras triunfan los "eventos" que permiten y fomentan la comunicación simultánea de esa vivencia en redes (ya nunca estamos donde estamos físicamente), que proponen actividades variopintas de forma simultánea, va flojeando la asistencia a aquellos que tan sólo (¿?) ofrecen la posibilidad de sentarse a escuchar. Sosegar nuestra hiperactividad produce tanto miedo como la ausencia de hilo musical en un restaurante. La música sólo se puede llegar a vivir en toda su dimensión en conexión con uno mismo (y, por ende, en desconexión de su ego digital).

Sí, la escucha implica entrega, la entrada en acción de uno de nuestros sentidos básicos y la rendición en gran medida de los demás durante el tiempo en que dure la música. Unos se drogan para potenciar determinados sentidos, pero pocos chutes tan comparables como el que puede proporcionar la música. Acabada la audición, suele llegar la conciencia de ese viaje. Sólo entonces puede uno realmente valorar si determinada música conecta o no con él, si merece o no insistir en ampliar horizontes; de lo contrario se estará mutilando voluntariamente a partir de prejuicios e intuiciones casi nunca fundamentadas. Dado que en nuestra sociedad lo cultural ocupa el cajón del ocio, mal lo llevan quienes no proponen un mero divertimento o no aderezan sus propuestas con contorsionismos audiovisuales simultáneos. Da terror ofrecer simple y llanamente música.

En la vida hay cosas que no exigen y proporcionan placer inmediato, pero también las hay que requieren una entrega y una dedicación que, sin ser extraordinarias, lo parecen en tiempos de dispersión. Lo que sí lo puede llegar a ser es la recompensa. Así que, si la excusa es una cuestión de tiempo, sincérense y sumen el tiempo que se les/nos va zarandeados por la inercia digital y la obsesión productiva. Muchas veces nada más productivo (y quizá revolucionario) que simplemente sentarse y abrir los oídos. Con este sencillo (y hoy heroico) gesto no sólo pueden llegar a dar de comer a un músico, sino que incluso puede que descubran algo sobre sí mismos y sus vidas. ¡Qué ahorro terapéutico!

Carlos Pérez Cruz

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