"Sé que tienes una fe ciega en las palabras, en las explicaciones. Parece mentira que seas músico, como si la palabra fuera el lenguaje perfecto", me espetó con radical sinceridad. Es verdad, parece mentira. Quienes dedicamos gran parte de nuestra vida a ponerle palabras a la música, a explicar sonidos, deberíamos tenerlo claro. Hay otras muchas formas de expresión que escapan al lenguaje de la palabra, formas de comunicación que no tienen traducción verbal, mucho menos explicación racional (o que pierden gran parte de su capacidad de seducción si se les aplica un prisma intelectual). De música se puede hablar, sobre música se puede escribir, pero nada puede superar a la emoción de la escucha, a la vivencia de la música, cuyos misterios revelados rara vez explican la experiencia.
Tiene razón mi amiga: la palabra es imperfecta, y donde ella no alcanza puede hacerlo la música. Lo sabe muy bien Agustí Fernández, que en su vida se ha visto en la tesitura de dialogar sobre un escenario con alguien que estaba en las antípodas de su bagaje vital, con quien carecía de un idioma común, y al que acababa de cruzarse por primera vez. Como no había palabras, existía la música. Y así, dos seres humanos o todo un colectivo pueden explicar(se) la vida entera sin articular palabra. Sí, sé que difícilmente vamos a concluir con sólo escuchar su música si a la persona en cuestión le gustan los lunes o no, si tiene hijos, no quiso o quizá nunca pudo, si le gusta el fútbol o el ajedrez, pero es posible que lo que conozcamos a través del sonido sea mucho más importante que los detalles concretos de su vida: su alma. Es lo que descubren los improvisadores al tocar (hablar) juntos, de qué está compuesta el alma del otro; en ese descubrirse frente a nosotros es donde entramos los espectadores/oyentes: su música es nuestro espejo. Frente a él nos descubrimos.
El espejo que sitúan frente a nosotros el contrabajista Rafal Mazur y el pianista Agustí Fernández no ofrece respuestas necesariamente luminosas, no es complaciente, y precisamente por ello nos obliga a mirar con mayor detenimiento, a alertar todos nuestros sentidos, a abrir los oídos como un búho sus ojos en la noche oscura. Al igual que Mazur sigue las enseñanzas del taoísmo en la búsqueda de un estado mental abierto a las situaciones inesperadas de la improvisación, bajista y pianista reclaman nuestra atención y porosidad para que la densidad de su conversación cale en nosotros y su aparente espesor se diluya en una escucha de intensa ligereza. Cuando se produce la conexión, ya es dejarse llevar. Entonces las palabras no alcanzan (por mucha fe ciega que se tenga en ellas). Habla la música. El lenguaje perfecto.
Carlos Pérez Cruz
Nota: Texto original incluido en el libreto del disco.
