Fueron tan discretos que ni se presentaron ni los presentaron. “Bona nit”, dijo Alfredo Costa Monteiro. Silencio. De él partieron y a él llegaron el portugués y el barcelonés Ferran Fages tras una ceremonia que se extendió apenas cuarenta minutos. Suficiente. “Lo breve, si bueno...”. Por fortuna se prolongó más de lo que nuestra atención está entrenada en estos tiempos, pero menos de ese punto de no retorno que en ocasiones se alcanza cuando en escena no hay más que decir..., pero se sigue diciendo. La medida justa.
Fages y Costa Monteiro llevan dos décadas explorando juntos, por lo que no tienen que mirarse para saber dónde están ni cuándo han llegado. En escena desarrollaron un diálogo de mínimos, tan sutil que en ocasiones el silencio de los espectadores resultaba tan música como la propia música, escrita más en ondas que en notas, a partir de timbres, reverberaciones y vibraciones con los que ambos son capaces de suspender el tiempo y, a la vez, de anestesiar el nuestro. Silencio de terapia en la sala, ojos cerrados en algún caso, mientras la música, que se resistía a ser definida, (de)limitada, se apoderaba del espacio y sometía al espectador a un baño de sonido cuya espuma son las imágenes, colores y tonos que se despiertan en nuestra mente.
La desolación paisajística de la propuesta de Llumm (nombre artístico del dúo) convive a su vez con un plácido sosiego interior con el que ambos doblegan la hiperestimulación contemporánea. Como si de una ceremonia religiosa se tratara, suenan campañas en el tratamiento de las cuerdas de Fages y en la percusión de alambres electrificados de Costa Monteiro. Repiques que marcan el paso del tiempo hasta su disolución en el silencio. Tras retirarse la última ola quedan, durante un buen rato, los restos de la espuma.
Texto y fotografía: Carlos Pérez Cruz
