Trabajan los jazzistas contemporáneos dentro de un confuso marco espacio-tiempo. Perfecto para los que se dedican a recrear, extraño y hostil para los creadores. Pesa tanto cierta historia de esta música durante el siglo XX en el imaginario colectivo que todo lo que vino después, y todo lo que sigue llegando, vive a la sombra. El pasado es un gigante que juzga con severidad desde su altura histórica los esfuerzos del presente. El pasado es una nostalgia estilizada que cubre con su manto un presente que tiende a ignorarse, cuando no a denostarse. Cualquier tiempo pasado...
Es tal la disociación espacio-temporal que un ciclo como Direct Current, “celebración de la cultura contemporánea”, dedicado a los “nuevos trabajos” y a las “respuestas innovadoras a las preocupaciones actuales”, es incapaz de eludir el cliché del club de jazz con mesa, velas y copas. Y lo que es más bizarro: ambienta la espera con canciones de Louis Armstrong, el Take Five de Paul Desmond y Dave Brubeck o el Kind of Blue de Miles. Desde el escenario debe de sentirse como un viaje al pasado de Marty McFly en el DeLorean. La tarima es un holograma del futuro proyectado más de medio siglo atrás.
La buena noticia es que, sesenta años después de la obra maestra del trompetista, los enterradores del jazz siguen en el paro. El jazz, más allá de debates metafísicos sobre qué lo hace o no jazz, sigue vivo y transitando su particular work in progress. Cada una de las tres propuestas que inspiran este texto, presentadas en tres días consecutivos en el KC Jazz Club de Washington DC, son tres miradas radicalmente diferentes a la creación desde el jazz en el año 2019. Originales, creativas y, en definitiva, vivas.
Si hay un nexo en común entre la guitarrista Mary Halvorson, el baterista Tyshawn Sorey y el trompetista Amir ElSaffar es que describirlos a partir de su instrumento es quedarse muy cortos. Los tres son autores y, lo más importante, creadores. No solo es que posean un estilo propio, sino que prácticamente han creado nuevos lenguajes musicales que requieren de aprendizaje para tocarlos. Esto es especialmente así en el caso de Sorey, que ha hecho honor al consejo que le dio el maestro Anthony Braxton: “Has de llegar al punto en que nadie pueda definir o representar tu música, salvo tú mismo”. Para desconcierto de quienes ponen su plantilla entre el oído y el escenario, Tyshawn Sorey es exactamente él mismo.
Su concierto fue un alud de hora y cuarto, un caudal de sonido ininterrumpido, un paisaje de timbres, ritmos y armonías en continua transformación a partir de códigos difícilmente descifrables. Paisaje de paisajes que atraviesan de forma simultánea borrascas y anticiclones. El dibujo resultante es tan aparentemente contradictorio como un desierto fértil, pero tan gratificante como el agua para el sediento. No es que Sorey haya logrado que resulte imposible definir su música, es que convierte el ejercicio descriptivo en un reto más poético que analítico y, desde luego, comparativo.
La(s) música(s) de Tyshawn Sorey se compone de tantas capas y realidades simultáneas que, ante ella, solo queda rendirse como un cerebro cartesiano lo debe hacer ante una película de David Lynch, dejándose llevar por algo que escapa a las leyes de la razón. La música del trío es profundamente bella y arrebatadora. Avanza a la vez que gira sobre sí misma en un extraordinario ejercicio de síntesis estética que lo mismo te remite al jazz de vanguardia que a las vanguardias compositivas del siglo XX. El abrazo entre Cory Smythe y Chris Tordini acabado el pase resume la intensidad y la exigencia para los intérpretes.
No menos exigente para sus intérpretes es la música del estadounidense, de orígenes iraquíes, Amir ElSaffar. Las particularidades armónicas, melódicas y rítmicas de la música de Irak y de otros países del mundo árabe que ha estudiado a lo largo de los años ElSaffar se integran de muy diversas formas en su creación. Lejos de ser un híbrido, la música elude el orientalismo como souvenir y es el resultado de la integración natural de escalas y ritmos de la cultura árabe en las dinámicas de la improvisación y el lenguaje del jazz. Eso requiere para la parte no árabe de su banda la asimilación de códigos ajenos, lo que hace todavía más meritoria las prestaciones de músicos como Carlo DeRosa, Ole Mathisen o el espléndido baterista Nasheet Waits.
El resultado es una música vibrante y vertiginosa, semejante a la de quien fuera integrante original de su banda, Rudresh Mahanthappa. Lo que el saxofonista ha ido consiguiendo con (parte de) la música de la India, lo hace igualmente el trompetista con el trasfondo de la cultura iraquí. ElSaffar, que lleva más de diez años en la carretera con su Two Rivers Ensemble, planteó un concierto en dos partes. La primera, con la banda haciendo equilibrismos circenses sobre composiciones de alto voltaje. La segunda, con su maestro Hamid Al-Saadi como invitado al canto, fue de corte más tradicional y pedagógico, con Amir explicando las peculiaridades del maqam, el sistema de modos y melodías árabe. Uno de ellos, canta al dolor por la caída de Bagdad a manos de los mongoles en 1258. Tuvo su punto cantado en la capital de Estados Unidos.
De la capital oficiosa del mundo, Nueva York, llegó Mary Halvorson, una de las improvisadoras y compositoras más originales de su generación, con un sonido de guitarra y un estilo muy particulares, con ese hipo rítmico y melódico tan característico. Con su bolso sobre el escenario (como acostumbra allá donde vaya, por cuestión de seguridad), Halvorson presentó uno de sus proyectos recientes más ambiciosos, Code Girl, el primero que incluye voz y letras, interpretadas por Amirtha Kidambi. La voz bascula entre la centralidad y la integración en el quinteto. Surfea, como el resto de la banda, por los intrincados giros narrativos de la música de Halvorson, que fluye de forma asombrosa entre ecos de una lírica alucinada, pop y jazz al borde del abismo.
En ese límite se sitúa siempre el adacadabrante Ambrose Akinmusire, un trompetista sobrenatural que hace honor al riesgo de la improvisación en cada una de sus intervenciones. Con uno de los sonidos más conmovedores que uno haya escuchado en el instrumento, Akinmusire se la juega en cada solo y asume las exigencias interválicas (casi) imposibles de las composiciones de Mary Halvorson. La guitarrista reparte juego de forma equitativa en la banda, más interesada en el resultado global que en el lucimiento personal. Eso sí, cuando solea, lo hace con tal serenidad que no parece estar participando en la carrera de obstáculos que plantean sus composiciones, más cálidas y acogedoras de lo que podría suponerse. Para ello necesita una banda con un contrabajista tan sólido como Michael Formanek y un baterista tan fino como Tomas Fujiwara, capaces de manejar con soltura un material tan exigente, original y gratificante como el que propone una de las creadoras clave de la escena neoyorquina.
Texto y fotografías: Carlos Pérez Cruz