Club de Jazz 22/04/2024
Dan Weiss

Artículos, entrevistas, opinión...

La lucha de la cuna del jazz por sobrevivir a la pandemia
por Carlos Pérez Cruz

Village Vanguard


Es probable que aquel día de marzo diera su último concierto del año. A solo diez kilómetros de la Casa Blanca, y a la misma hora en que la que Donald Trump se dirigía a la nación para anunciar el cierre de fronteras para los ciudadanos europeos, el saxofonista Tim Berne disfrutaba de los últimos minutos de conexión creativa con sus compañeros de trío y con el público de Washington. Al día siguiente, y con la sensación de que una nueva y extraña realidad los arrollaba, actuaron en Philadelphia sin público y en streaming. “Pensé que los bolos se retomarían”, confiesa Berne. “Normalmente se exageran las catástrofes y asumes que todo estará bien enseguida”. Meses después, la realidad para el saxofonista y el resto de los profesionales de las artes escénicas es desoladora.

Por sus propias características, el jazz es una música social. Y el coronavirus se alimenta del contacto entre personas al igual que los músicos lo hacen de la interacción entre ellos y el público. Mala solución para un oficio que tiene muchos de sus escenarios en locales angostos y, en ocasiones, subterráneos. Tim Berne, que lleva tres décadas siendo referencia del jazz neoyorquino más incisivo, regresó a una Nueva York que se fue apagando hasta quedar en un insólito silencio, solo interrumpido durante semanas por el sonido de las sirenas de las ambulancias. Por las noches, recuerda Berne, “se podía escuchar caer un alfiler”. Todo un hito en una ciudad que siempre ha presumido de no dormir. La capital oficiosa del mundo se convirtió en el epicentro mundial de la pandemia.

Los músicos se encerraron. Ni se les consideró trabajadores “esenciales” ni es un oficio que se pueda desarrollar desde casa. Sin perspectivas claras en el horizonte, empezaron a llegar las noticias luctuosas. Abril, mes que culmina con el Día Internacional del Jazz, proclamado por la UNESCO en 2011, fue devastador. El Covid-19 se llevó las vidas de grandes maestros como el saxofonista Lee Konitz. A sus 92 años, y cuando todavía se encontraba en activo, falleció como consecuencia de complicaciones derivadas de la nueva enfermedad. Nueva Orleans, la ciudad que acunó el primer jazz, despidió sin música al pianista Ellis Marsalis, patriarca de una generación de influyentes jazzistas. En Nueva York, con apenas 48 horas de diferencia, morían dos tipos heterodoxos y con vidas asombrosamente paralelas: el contrabajista Henry Grimes y el saxofonista Giusseppi Logan. Desaparecidos de la escena durante décadas, y dados prácticamente por muertos, regresaron a los escenarios en sus últimos años de vida. Grimes, con cierto éxito. Logan, sin poder salir de la indigencia.


Henry Grimes


“Es una época muy deprimente”, admite el pianista Orrin Evans. Días antes de que las grandes ciudades del país emitieran órdenes de confinamiento, Evans grabó una sesión con el portentoso trompetista Wallace Roney, en cuya banda había tocado hacía más de 20 años. Un reencuentro emocionante para Evans que, cuatro días después, supo que Roney había ingresado en el hospital. El 31 de marzo, y a los 59 años, se convirtió en una de las primeras víctimas jazzísticas del coronavirus en Estados Unidos. “No tenía el aspecto de estar enfermo”, explica Orrin Evans. Y eso hizo que, después de las reticencias iniciales frente a la seriedad de la enfermedad, el miedo fuera todavía mayor. En esa misma sesión tenía que haber participado Bootsie Barnes, una leyenda del jazz de Philadelphia, la ciudad en la que nació Roney y vive Evans. No apareció en el estudio por un malentendido. Un mes después, sumó su nombre a la lista de víctimas. Todos los citados, con la excepción de Konitz, eran afroamericanos.

A la crisis sanitaria se suma la económica. Las medidas excepcionales aprobadas por el Congreso en Washington permitieron que, de forma excepcional, los llamados trabajadores “del bolo” pudieran acceder a las prestaciones por desempleo. La avalancha de llamadas de los nuevos parados hizo labor casi imposible acceder a ellas durante semanas. Y sin una sanidad pública, muchos afrontaron la pandemia sin seguro médico. Con las salas de concierto cerradas, y sin perspectivas a corto y medio plazo, las ciudades más cosmopolitas se fueron vaciando de músicos. “Mi Facebook es gente pirándose de Nueva York”, explica el pianista barcelonés Albert Marquès. “La diferencia que veo es que los estadounidenses se van a casa de sus padres, pero los europeos o los latinoamericanos, se van a su país”. Incluido el contrabajista catalán Manel Fortià, que ha hecho las maletas de vuelta a Barcelona. Un éxodo que amenaza con secar el caudal incesante de matices culturales que hace excepcional la música creada en Nueva York.

Marquès, de 34 años, lleva una década en Brooklyn y se reconoce entre los privilegiados. “Vine sin nada, no conocía a ningún músico y no tenía dinero”, confiesa. Pero con el tiempo logró asentarse y ahora, casado con una escultora estadounidense y con dos hijos, da clases en escuelas públicas de la ciudad, lo que le ha permitido conservar el salario y tener cobertura médica a pesar de que, por el momento, la actividad está suspendida. “Es lo que me permite sobrevivir”, admite, porque “los músicos no tenemos ahorros, tenemos deudas”.


The Spotted Cat / New Orleans


Europa ha sido para las grandes estrellas del jazz estadounidense el continente donde hacer caja con los grandes festivales de jazz del verano y el otoño. En 2020, el cierre de fronteras ha hecho imposible cruzar el charco y las agendas se van llenando de cancelaciones. Con la cultura en manos de la iniciativa privada, muchos jazzistas se han visto con el agua al cuello. Al rescate se han presentado un puñado de organizaciones sin ánimo de lucro con iniciativas para intentar paliar la situación. Por ejemplo, la bautizada como Jazz Coalition concede becas de 1.000 dólares para la creación de nueva música. Uno de sus beneficiarios es Orrin Evans, que admite que ha sido un estímulo en un momento en que incluso escuchar música es doloroso. “Para mí la música es como el porno. Si me lo pongo, voy a querer follar”, explica. Sin la opción de tocar con amigos, escucharla se ha transformado en un ejercicio doloroso, “porque me hace querer tocar”. La cantante Amirtha Kidambi, otra de las beneficiarias de la beca, comparte que esta le da “un propósito y una meta” a su trabajo. Sin conciertos a la vista, ha sido difícil encontrar la motivación.

El coronavirus “me cortó las alas”, lamenta la saxofonista Anna Webber. Acostumbrada a una disciplina férrea en el estudio de su instrumento y de la música, tuvo que acostumbrarse a bajar el ritmo. “Estamos viviendo tiempos sin precedentes y lo que estoy tratando es de concentrarme en las cosas que me hacen feliz”, reflexiona. “Algunos días es hacer música, otros dar una vuelta”. Y la felicidad, o algo parecido, se presenta a veces de forma inesperada. Para el intérprete de viola, Mat Maneri, ha llegado en casa de su madre en las afueras de Boston, adonde se trasladó para ayudarla cuando irrumpió la pandemia. “Ella es una feligresa ferviente”, explica Maneri. Así que, a falta de misa, cada domingo ella canta un espiritual y él la acompaña improvisando con el instrumento. “Es agradable poder hacer eso”, comparte el músico. Mientras, se receta paciencia. Pero el diagnóstico, servido entre risas, es claro: “Estamos jodidos”.

Texto: Carlos Pérez Cruz

Fotografías Village Vanguard y The Spotted Cat: Carlos Pérez Cruz

Fotografía Henry Grimes: Peter Gannushkin

Artículo publicado originalmente en el Diari Ara.

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