Me preguntaron hace unos días si podía explicar qué es el jazz. Fácil: el jazz es Ambrose Akinmusire. Se puede describir de otras formas, claro, con otros nombres, pero la música se explica mejor a sí misma que lo que pueden hacerlo las palabras, y la del californiano contiene lo mejor de esta forma de expresión humana a través del sonido. El trompetista se la juega en cada ataque, se (nos) empuja al límite, se asoma al abismo y del vértigo nace música profundamente (im)perfecta y conmovedora. Una montaña rusa, un ciclón de emociones, un torbellino que de pronto se detiene en una sola nota que, en su agonía, contiene la historia de la humanidad. O sea, jazz. ¿No?
Parece bestia dicho así, pero es que un concierto de Ambrose Akinmusire lo es. Primero te arrasa con un torrencial abrasivo de ritmo, una ventisca de notas y volumen, para después cortarte la respiración con sobreagudos y saltos interválicos imposibles arropados por una atmósfera minimalista de recogimiento y reflexión. La trompeta es, en los labios del músico de Oakland, la más elástica y maleable de las voces humanas, narrador como es el estadounidense de historias sin letra pero cargadas de significado. Se escriben en el aire, con notas y borrones que un purista puliría y pasaría a limpio. Por fortuna para nosotros, Akinmusire prefiere los borradores.
El americano sale al escenario dispuesto a pulir una piedra en bruto, y a él salieron dos días antes con una joya preciosa los integrantes del trío del baterista Gonzalo del Val, que en Cancionero se regalan el broche lírico del recuperado trompetista Benet Palet. Del Val es uno de esos raros líderes que parecen disfrutar más de la compañía que de pastorearla. Su felicidad es casi la del espectador. Sin dejar de tocar, parece que su alma se bajara del escenario para mirar, entre asombrada y feliz, la que tiene liada ahí arriba. A su lado, David Mengual y Marco Mezquida, su vínculo con las generaciones anterior y posterior, las Three Generations que grabaran por primera vez juntas hace ya diez años.
La década de música juntos, la fluidez con la que discurren por temas propios y versiones, la dilución del ego en el colectivo, el espíritu lúdico que se adivina en su relajada actitud en escena, ayudan a explicar el feliz concierto que ofrecieron en el Conservatorio del Liceu. Benet Palet envolvió el regalo con cariño melódico, con esa trompeta que se aferra a un lenguaje de patrones diseñados por algunos de los más finos estilistas del pasado para, a partir de ellos, generar los suyos en relación al trío. No es fácil subirse a un tren en marcha, pero el del trío de Gonzalo del Val avanza sin prisas. Uno de esos proyectos que los tres parecen sentir como llegar a casa después de un día de mierda.
Los que tiene el guitarrista Ben Monder son difíciles de adivinar. Hombre de escasas palabras y mínima gestualidad, Monder abrió semana de festival en Barcelona con uno de esos proyectos a los que, por regla general, suelen ser alérgicos los festivales españoles. Por fortuna, Barcelona hizo una excepción y se permitió un viaje a los abismos del sonido que propone Monder. Una inmersión en aguas profundas, a las que apenas llega la luz del sol, pero de la que se sale en paz con uno mismo. Como si la densidad del guitarrista, con la rotundidad y vibración casi de un órgano de iglesia, sirviera para limar las aristas más afiladas y ácidas del saxo de Tony Malaby. Entre ellos, Tom Rainey, el hombre cuya ancla rítmica ayudaba a no tocar fondo y, al fin, a volver a la superficie tras un fenomenal buceo por el mundo onírico de Ben Monder.
Texto y fotos: Carlos Pérez Cruz
