Club de Jazz 15/04/2024
Marta Sánchez

Conciertos

The anti-Super Bowl: Ken Vandermark's Marker, Brian Settles y Jeremy Carlstedt; Henrik Nørstebø: Sarah Hughes, Corey Thuro y Nate Scheible
Rhizome DC, Washington DC, 4 de febrero de 2018
Músicos: Marker: Ken Vandermark (sx y cl), Andrew Clinkman y Steve Marquette (gt), Macie Stewart (tcl y violín), Phil Sudderberg (bt); Henrik Nørstebø (tb); Brian Settles (sx) y Jeremy Carlstedt (bt); Sarah Hughes (sx y cl), Corey Thuro (mand) y Nate Sche

Rhizome

Sucede en pocas ocasiones, pero hay lugares que uno siente como propios desde el momento en que los pisa por primera vez. En una época como la actual, en que las grandes catedrales son los estadios de fútbol y la especulación ha erigido inmensos auditorios, esos lugares propios tienden a ser pequeños, cuando no minúsculos, y en la mayoría de las ocasiones se ubican en la periferia, lejos de las luces de neón, los carteles de fachada entera y las grandes avenidas del centro. Rhizome DC ya es uno de ellos.

Los que amamos el jazz y la improvisación sabemos muy bien ya lo que hay. Somos clandestinos. Cuando se nos da visibilidad, suele ser a costa de sacrificar parte de las esencias, o bien rindiendo tributo a aquello que se espera de quien ha sido invitado a casa del rico. Tributo al pasado, tributo a unas formas, tributo a un ideario colectivo lleno de clichés... No siempre es así, por fortuna, pero tiende a serlo. Por eso, en un mundo regido al dictado de la corrección política, ser uno mismo es un acto de transgresión que conlleva penas de ostracismo. Menos mal que todavía se cavan trincheras en el paisaje, molestos socavones en el paisaje alisado por la apisonadora.

Rhizome es un espacio autogestionado, una comunidad para el arte y el pensamiento libre en el barrio de Takoma, en Washington DC. Una casita de dos plantas cuyo salón sirve de escenario y donde, por unas horas, artistas y aficionados somos compañeros de piso. En el de arriba, un músico cocina y todos hacemos fila disciplinada para llenar el plato. En el de abajo, se dispone el primero de los músicos para abrir una noche llena de simbolismo. Si el país entero se junta frente al televisor para ver la Super Bowl, nosotros celebramos la Anti-Super Bowl, porque no hay nada más excluyente que aquello que te incluye aunque no lo desees. Si en el campo hay un montón de hombretones dispuestos a abrirse el cráneo, en Rhizome DC queremos que nos vuelen los sesos. Nada más y nada menos que cinco actuaciones en el menú de la planta baja, abarrotada hasta el punto de que algunos escucharon sin ver. Ambiente familiar entre desconocidos y un respeto ejemplar por la música y sus creadores.

Marker, Ken Vandermark, Rhizome

No lo tenía fácil el dúo formado por el baterista Jeremy Carlstedt y el saxofonista Brian Settles, los cuartos en actuar (y los últimos a los que pude escuchar). La casa estaba revolucionada después del huracán sonoro de Marker, otra más de la larga lista de irresistibles criaturas del saxofonista Ken Vandermark, un quinteto en el que el músico de Chicago aparece como padrino de cuatro jóvenes músicos que renuevan la energía de un creador inagotable, capaz de hipnotizar con un groove irresistible mientras tuerce y retuerce riffs y melodías que dislocan el cuello. Dos largas historias, dos dedicatorias a mujeres que fueron creadoras, la directora belga de cine Chantal Akerman y la coreógrafa y bailarina alemana Pina Bausch; dos largos desarrollos llenos de furia creativa que empañaron los cristales de la casa con la calefacción que emanaba de las guitarras de Andrew Clinkman y Steve Marquette, cuya temperatura hervía azuzada por el baterista Phil Sudderberg, mientras Ken y la violinista y teclista Macie Stewart se entrelazaban y confluían en las melodías que determinaban el rumbo de la navegación y el tono de la marcha. El sello de Ken es inconfundible en todo lo que toca, pero sorprende su capacidad para no perder nunca vigencia, para encontrar retos un metro más allá de donde otros ya se hubieran quedado.

Carlstedt y Settles, Rhizome

No lo tenían fácil no Carlstedt y Settles, pero se colocaron discretamente sobre las brasas del escenario y oficiaron una ceremonia a dúo que apagó de inmediato las voces, todavía excitadas por la necesidad de expresar las emociones contenidas. Carlstedt empezó a percutir lo que parecía una marcha de procesión y, por arte de magia (y del respeto reverencial y ejemplar de los presentes), se generó la atmósfera perfecta para entrar en el sonido. Lo que hicieron uno y otro con el silencio fue admirable, construyendo sobre él una narrativa desde los pilares del minimalismo hasta las cumbres del expresionismo, con una elegancia poco acostumbrada en los ámbitos del free-jazz, hasta el punto de que el saxo de Settles parecía más vestido para una gala de etiqueta, aquellas en las que las forman encorsetan el fondo. Y, sin embargo, desde un control emocional apabullante y un sentido preciso y direccional de la narrativa, Settles iba aceptando las embestidas de su compañero, hasta generar visiones de Albert Ayler con americana y corbata. Como si el dúo civilizara a una bestia sin permitir que ésta pierda su lado salvaje. Autocontrol sin censura.

Henrik Nørstebø, Rhizome

Previamente, el noruego Henrik Nørstebø fue el encargado del kickoff con un solo de trombón en el que exploró los graves del instrumento, sus resonancias y tímbricas con la única ayuda de diversas sordinas y un micrófono para jugar con pequeños acoples. Una experiencia auditiva, pero también sensorial, en el que las emisiones de Nørstebø ponen en vibración todo el cuerpo. Una propuesta que tiene que ver más con la música como sonido que como ordenación de notas y ritmos, con cómo este se transforma y una misma frecuencia puede adquirir texturas muy diferentes, haciendo del trombón un instrumento animal y subterráneo en manos (y labios) del noruego. El temblor de Nørstebø preludió la ceremonia catártica que ofició un trío inédito, formado por el mandolinista Corey Thuro, la saxofonista y clarinetista Sarah Hughes y el baterista Nate Scheible. Lo que empezó como un tanteo de mínimos, un susurro de primera hora de la mañana, se convirtió al final en un oficio entre sacro e hilarante con Hughes y Scheible cantando (o algo parecido), éste con la caja como megáfono para distorsionar la voz. A su lado, las descargas eléctricas que había ido aplicando Thuro al sonido parecían de una cordura aplastante frente la terapia a dúo de sus socios. La bendita locura de los espíritus libres y en comunión.

Carlos Pérez Cruz

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